Hacía casi 24hrs que no podíamos ver la luz del sol. El calor era sofocante y la situación se nos había tornado muy dura. Si bien teníamos provisiones para aguantar un tiempo más, no lo era mucho. Eramos 5 jóvenes en un espacio oscuro y reducido. El algodón para nuestros oídos casi no alcanza, y definitivamente las lapiceras y el papel escaseaban. Al único lápiz que teníamos se le había roto la punta, y ya casi no nos podíamos comunicar. Por más fuerte que habláramos, no nos íbamos a escuchar, y tampoco nos convenía mucho; allá afuera tenían el oído mucho más agudo que nosotros, eran más, y sus miembros no estaban entumecidos por las horas de sedentarismo. Además podía adivinar que la luz a nuestros ojos, ya tan acostumbrados a esa horrible oscuridad, haría estragos, y estaríamos, aparte de entumecidos, ciegos, en completa desventaja contra ese ejército. Marcos y Julián se comunicaban por señas; habían sido compañeros de escuela, y en poco tiempo recordaron ese sistema, que los había entretenido por tanto tiempo en la infancia. En charlas anteriores, los podías oír cómo recordaban con amargura esos tiempos, cómo se entristecían de que ahora el mundo estuviera divido por una verdadera causa popular. Que la iniciativa de salir a las calles hubiera sido espontánea. Que esta vez no se peleara por una empresa, por un interés de un capital, de un grupo de presión, de un megalómano cualquiera, que se peleara por el bien, y la verdad, la filosofía y la literatura. Por creer en un mundo mejor leído. "Esta es una guerra más justa, pero a su vez más encarnizada", repetía Marcos. Marcos, Julián, Jorge, Lucas y yo estabamos convencidos por lo que luchábamos, al igual que cientos de jóvenes, viejos, y gente de letras en el mundo entero. Una crisis inusitada se había desatado en todo el mundo, porque a un grupo de revolucionarios se les dio por soñar, y por convertir ese sueño, esa verdad literaria, en un pedacito más de la realidad. Porque a la gente, en un afán más libre que otra cosa, se le había ocurrido hacer justicia contra una de las grandes encarnaciones del mal en el mundo, y algunos habían decidido defenderlo. Defender la mentira, pero sobre todo, la mala literatura.
Al rato les movieron una piedra que les hacía de escondite, apuntando uno con una lanza, pues era el único arma con el que podían realmente dañar a alguien en su poder, y otro destapándose los oídos, preguntó, ya feliz de no escuchar románticos latinos, quién vivía.
"Las hemos desplazado. Volvieron a los centros comerciales, donde anidan y hacen cuartel. La ciudad está devastada. Vengan con nosotros al sótano, que parecen malheridos"

Lo acompañaron, a él y a su tropa, al sótano de una pequeña librería con olor a viejo, en donde se cruzaron con varios compañeros.

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