De pronto, mientras volvía en su auto, luego de haberlo insultado más de lo que se merecía, comenzó a sentir de golpe y con furia las pedradas multitudinarias de una lluvia inusual sobre el techo del vehículo.

"¡La putísima madre que lo parió! ¡Pingüinos de punta! No eran chocherías de mi abuela, vieja zorra que es." Dijo, y el auto se le detuvo. Cuando bajó, tenía un par de pingüinos entre las ruedas. Si bien no era la primera vez que atropellaba a un animal, esta vez no sentía culpa. ¿Quién los mandaba a lloverle de punta sobre su auto? De cualquier manera, los tiró en la heladerita que guardaba en el asiento de atrás del auto (una heladerita de camping), que había quedado casi vacía, después de haberle aventado a él, su complemento y a la vez antagonista (el cerrajero de Libertador y Mercedes, a su vez su amigo) la casi totalidad del contenido de la misma a su puesto y a su cara. A pesar de que sabía el negoción uque se iba a hacer con los pingüinos, llenó la heladerita y otra más que tenía con un dejo de culpa, puso el vehículo bajo techo, y esperó a que la lluvia parara.
"'Ta brava la lluvia, eh" Le dijo el de la estación de servicio en la que había refugiado su auto. "Sí, ¿vio? ¿quién iba a decir lo' bichito' esto' pesaran tanto? Mire cómo me dejaron el capó. De suerte que no me rompieron un vidrio." Contestó.
"E' una barbaridá' le digo, una barbaridá. Nunca visto, ¡nunca!". Así terminó, para nosotros, el diálogo con el pistero. En realidad charlaron sobre más cosas (la lluvia fue larga, cuando terminó de llover pingüinos, tuvo que llover un par de horas mucha agua, mucha como para salir en auto, para limpiar el desastre que habían hecho los pingüinos).
Al otro día, cuando salió a trabajar, vio en la portada del diario un puesto de cerrajero flotando por Libertador hacia el lado del Palacio, por la bajada, con un par de pingüinos agarrados. Su horror estaba completo.

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