“Desde un punto de vista filosófico, y hasta literario, perder un bondi es que la vida se te pase, que se te pierda la oportunidad, la chance de seguir y llegar velozmente a donde queríamos hacerlo; en fin, una cagada mayúscula.”, pensó Nuñez, acto seguido de putear al “cornudo del cientonoventaydó”.

Pero a Nuñez, que era un tipo analítico, en especial de sus metáforas, le encantaba buscarle un octavo sentido a las cosas. Según sus amigos, utilizando términos acuñados en las más altas cátedras de psicología que han habido a lo largo de la historia, él era en ocasiones un “obsesivo de mierda”, y en otras un “histérico de mierda”. Entonces, sabía que perder un bondi no era perder para siempre una oportunidad, porque podía caminar. Eso sí, iba a ser más complicado, “pero bueh”, dijera él. También pensó (qué tipazo Nuñez) que distinta era la cosa si perdía un tren, y que la metáfora devenida en dicho se habría forjado en la Inglaterra de la revolución industrial (“to miss the train”), y ahí sí era un problemón, porque el tren pasaba cada muerte de obispo (sujetos longevos si los hay) y caminar se complicaba. Hacía un frío de mierda allá.

A su vez sabía que la vida no admite tanta repetición de discurso sin mostrar un ejemplo. Acto seguido de pensar en eso, cual consecuencia directa del destino, siente que su pie se hunde lentamente en algo que parecería barro en un día lluvioso, pero el sol rajaba la tierra, literalmente. Su pie se hundió en, valga la redundancia, un montón de mierda.

“Así que el cornudo del cientonoventaydó, el frío de la Inglaterra y yo, buscando significados, encontrando en todo una metáfora, estamos hechos de esto, como el perro ese. Perro de mierda” Nuñez hablaba solo, pero no le importaba. Eran las ocho de la mañana, hacía calor, no había un alma en la calle y acababa de pisar a la mitad más uno del universo, sino más, o mejor dicho a la materia que lo compone.

Entre reflexión escatológica y metafísica, cruzó al parquecito a limpiarse los zapatos. Al ratito ya estaba limpito, pero el olor a universo persistía. “Qué le vamo a hacer”, y se puso a caminar.

Cada tanto una bocina le gritaba alguna injuria (“¡BEEEEEEEEEEEEEP!”) y pensaba que era una atrevida (de mierda, por qué no) y que a quién se le ocurría a esas horas. Sigue su camino, el valiente Nuñez se tira a cruzar la avenida. Nada, nada, un 192, una puteada y estaba del otro lado. Entra al bar, “Mozo, ¡un cortado!” y se sienta. Deja el saquito, el maletín y se va al baño.

Comprueba, empíricamente mediante observaciones cuasicientíficas que todavía tenía olor a 192, perro, histérico y universo, todo junto y licuado. “Qué lo parió”, dijo el malhablado y valiente Nuñez, en una voz poco baja. Pero como no tenía mucho para hacer (“No puedo escapar al universo, ni a sus marcas” –pensó–) se fue a la mesa.

Enseguida le trajeron el cafecito, y empezó a tomarlo. En eso cae Magalí, la rubia del laburo, la que todos miraban y querían para sí, y se le sienta al lado.

–Pero qué carita, muchacha –dijo después de los saludos y el 'holacómoandás'– ¿gripes de primavera?

–Ay, sí. Es terrible; ya no le siento el gusto a la comida. Mañana caigo –sentenció–

Enseguida Nuñez pensó que Magalí escapaba a su universo, y que se estaban tomando un cortado, que ya había leído esa escena, que la había visto y que no había vuelta atrás.

A su vez –se dijo– 'no se come donde se caga', pero al fin y al cabo del universo nadie escapa. Entonces le dijo: “Qué linda que estás con la nariz tapada”.


Diego Pérez, Montevideo, 2007.

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